Venenos
Luego de sufrir dos noches en vela, Gerardo tomó la decisión de ir al puente y quitarse la vida saltando desde allí. Tuvo que recoger mucho coraje para salir de casa y montarse en su vieja y destartalada bicicleta. Por un momento en el camino sintió frío; había olvidado, en el trajín de pensar, sacar el cortaviento y despedirse de su mamá.
Yo creía conocerlo bien. En los tiempos libres nos sentábamos en el pasto con las piernas cruzadas y nos poníamos a hablar. Me contaba sobre su familia, sobre el loco fanatismo religioso de su madre, sobre la indi-ferencia absoluta de su padre, sobre la cálida compañía que, otrora, le concedía su hermana. También hacíamos bromas, hablábamos de la ciu-dad, nos burlábamos de ella. Hoy despierto y me asusta la altura en la que flotábamos al hablar, y no puedo distinguir su caída de la mía.
Cuando lo conocí, supe que no era un tipo normal. Se asemejaba más a un malvado duende de bosque, a un personaje de fantasía. Usaba un largo gorro de lana que no hacía más que aumentar la ilusión (la puramente ilusoria imagen) de su morfología bestial. Era descuidado en el vestir.
Veo un hermano en cada desprolijo y forjo amistad fácilmente con quien creo comparte mi sentido de honestidad. Recuerdo en particular una charla que tuvimos sobre los venenos. Él decía que los venenos no hacen sino purificar; yo siempre he sentido miedo del sufrimiento que estos pueden provocar. Coincidimos en la idea del veneno omnipresente; en que somos una suerte de rey Midas invertido que es envenenado por todo lo que toca. Así, todo con lo que hacemos contacto nos envenena, incluso las miradas. De manera que todos morimos por los venenos del aire y de las cosas; por los venenos de nuestras relaciones humanas. Todo camino oscuro o plagado de luces, nos conduce a la muerte por envenenamiento.
Esa era nuestra manera de burlarnos de la vida, nuestro pequeñísimo acto revolucionario: divagar. También creíamos que toda actitud altiva nos disminuye como personas; nos sentíamos rodeados de hijos de puta; nos sentíamos unos hijos de puta una que otra vez y reíamos a carcajadas, como siempre. Gerardo y yo nos drogábamos de ensueño, el cansancio de los días nos volvía locos, y divagábamos y reíamos más, orgullosos de no gastar un solo peso para colocarnos. Compartíamos gustos musicales y manejábamos corrientes de humor similares.
Siempre supe que era un hombre sensible. Siempre supe, porque yo tam-bién lo soy. Pero los venenos no actuaron en mí como lo hicieron en él; no causaron los mismos efectos, aunque al final, siempre estuvieron ahí. Los venenos hicieron de su alma un arco iris, un reflejo iridiscente de todas las cosas que se acumulan y que nos pesan. Macabros venenos, tan reales como estas palabras.
Gerardo había perdido su gorro en un momento de confusión. Decía que se lo habían robado, pero yo nunca he creído eso; su gorro nunca fue un objeto codiciado, ni mucho menos un objeto de robo. Sin su gorro, Gerardo era una bestia humana y triste, otro hijo de puta más. Con el tiempo, se perdió él también, se lo robaron los venenos.
Luego de un mes sabiendo nada de Gerardo, me fue notificado el acon-tecimiento. Me vi sumido en un total desconcierto, no sabía qué pensar. Los siguientes trescientos sesenta y cinco días no hice más que perder el tiempo. Indagaba por razones inexistentes, fui perdiendo progresivamente la habilidad de mirar hacia arriba.
Juan. Estoy aburrido ¿sabe?... No es al único al que le estoy escribiendo, no me crea tan pendejo. Ya le he escrito a un par de venenosas, pero no creo que me logren entender, usted sabe, son unas estúpidas. ¿Se acuerda de cómo las soñábamos? Con la mirada perdida, divagando como los tontos que siempre hemos sido, convenciéndonos de la imposibilidad de esos amores. ¡Bah! Qué idiotas somos. Decidí tomarme un veneno para ratas, pero solo tengo un dolor de estómago todo maluco. Supongo que no me sirve porque es para ratas. Los venenos de verdad, Juan, de los que tanto hablamos usted y yo, son peores que los que la gente suele considerar venenos. La cicuta, el cia-nuro y el veneno para ratas, no son nada. Basta con que mire al cielo, Juan, para que se enamore y consuma una buena dosis de ese veneno que, quien sabe cómo se llamará, pero es horriblemente mortal. Basta con que nos mire una de esas venenosas, Juan, y usted lo sabe, para que la vida se nos desmorone, porque somos unos idiotas, y usted lo sabe, Juan. En fin, espero que logre superar estas vainas, yo ya me aburrí. Espero que la vida lo conmueva hasta el llanto, espero que mi muerte lo conmueva hasta la risa.
Por Juan Pablo Godoy C.
Edición n.º 19, 15 de octubre de 2015
Ilustración de Charlie Arias
Gerardo
Monocromo en rapidógrafos sobre dúrex
2015
Carlos H. Arias. Oriundo del departamento de Putumayo, estudia actualmente Diseño Gráfico en la Universidad del Cauca. Desde pequeño se interesó la ilustración y no fue si no hasta sus años en la universidad cuando tomó conciencia de lo que le interesaba representar a través de ella. Hoy se dedica especialmente a repre-sentar las diversas situaciones y paradojas de la vida, las personas y momentos que transitan efímeramente por su imaginario.
Juan Pablo Godoy C. Nacido en la bella ciudad de Neiva, departamento del Huila, en 1993. Actualmente cursa los pregrados de Antropología y Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Lee para que no pase el tiempo y escribe por intima necesidad.
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