Un cielo rojo
Gigantes pasos en el aire. En las tierras como esta las mariposas en el asfalto son un acontecimiento que va de la mano con el brillo en los ojos del espectador. Sus aleteos en el aire poluto traen paisajes cristalinos que más que refrescar, preocupan. En tierras como estas hay silencio y mucho ruido en cada camino, todas las calles, en las memorias de los deambulantes. Viaje sin retorno, en el día a día se destruyen sueños y se siembra la nostalgia de lo que no fue y lo que se dejó de hacer. A usted que le gusta trasnochar, a usted, Alberto, amante de la vigilia forzosa, caballero de noches difusas, lo que le hace falta es un motivo para respirar, un halo de luz que alumbre su mirada y navegue por sus venas.
Me gustan los cielos rojos, ¿sabe? Que parecen quemarse los ángeles o desangrarse los hombres celestiales, los buenos hombres que dejaron estas montañas de cemento, tristeza y agotamiento. En soledad se disfruta más de esta bóveda que nos envuelve y marca el límite entre estar aquí o morir. Así se llenan los vacíos, con un suspiro y la exhalación de un pedacito del alma para sopesar el peso del universo. Mejor volvamos a empezar.
A usted le permito de todo, Alberto, menos que vuelva a dejar las cosas sin terminar, la comida sin terminar, la ropa sin lavar, la puerta sin cerrar, el amor sin desfogarse. Mire que desde lo del 29 de julio me ha quedado imposible perdonar; es como si la sensiblería se hubiese carburado por completo como una colilla desesperada. El otro día la vecina me preguntó que por qué llegaba tan tarde, sin hacer bulla, sin abrir la ventana que da junto a la suya y prendía un cigarrillo que perfumara la cocina de tabaco, la pobre. No pude responder.
Lo que pasa cuando uno se olvida del cuerpo es que no hay manera de regresarlo a su estado anterior. Cuando usted llegó y lloré, cuando no entendí, cuando me olvidé de mí, Alberto, entendí que no puedo perdonar su manía por las cosas inacabadas. Por eso ahora no puedo ni fumar ni dormir tranquila; si me iba ultrajar, me hubiera matado, pendejo, y de paso me mandaba a sangrar en un próximo atardecer.
Por Julián Pérez Lizcano
Edición n.º 23, 25 de febrero de 2016
Julián Pérez Lizcano. Comunicador social de la Universidad del Cauca. Corrector de estilo, intruso en la narración literaria y la ilustración. Viaja, lee, vive todo lo que puede hasta poder contarlo.
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