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Palomas en el cielo

Entre un velo ajado como cortina y el cactus que creció centímetro y medio a lo largo de un año tormentoso, suenan los siete campanazos lejanos y desgastados que indican la hora de la misa. La piel de la cara adherida a la almohada como las legañas en los ojos y una tríada de suspiros desalentadores salen de su boca, como exhalando el alma.

 

Hoy es el día en el que todo debe cobrar sentido alguno y se levanta a colar café. Las mañanas así, con el cielo despejado, son una desoladora premonición de que lloverá o que el atardecer descrestará. En otras circunstancias, la mañana con ese ritmo indica que la tristeza arrimará a este lugar sin ningún halo de piedad.

 

¿Y por qué escribió eso? No sé, pensé que sonaría bien. La verdad es que suena como si nada le hubiese pasado nunca. ‘La verdad’, es que siento que llevo casi tres décadas en este planeta y he respirado, pero aún no puedo decir que he vivido. A ver, hombre: no ha tenido consciencia de haber vivido.

 

Vamos por las calles inciertas al mediodía, cuando el sol es inoportuno y la gente se apeñusca en afanados riachuelos de agendas, tareas y programaciones letales. No tenemos horarios; estamos lejos de lo que solemos llamar casa. Una casa imaginaria que ha echado raíces en nuestros recuerdos y en cierto momento nos jalará hasta un origen geográfico trastornado y trágicamente conocido.

 

Se pasa el día sin mayores cambios, solo los climas, y ahora las ventanas se iluminan. Ahora importan las intimidades y los secretos. Nos separamos, voy por un paseo entre la frescura noctámbula y me siento en la esquina del parque que hay a dos cuadras a la derecha y volteando a la izquierda en la siguiente calle. Cuatro palmas, una estatua que homenajea a un desconocido de mis historias y decenas de arbustos pequeños meticulosamente ordenados forman ocho triángulos de pasto recién podado. Pasa una bicicleta, se esfuma, se transforma en estela de perturbación bajo los postes de luz.

 

Ahora no me diga que aquello es realmente vivir. Existir es vivir. No me venga con pendejadas y vámonos a dormir, J.; usted ayer trasnochó y hoy me tocó hacer el desayuno mientras usted solo pereceaba. Pensaba; fue una noche agitada y llena de vida.

 

Entumidos los pies con una brisa sutilmente helada que entra por los pliegues levantados de la cobija, suenan los mismos campanazos terribles y estremecedores que anuncian la asquerosa misa. Lentitud y una dificultad predicha para asimilar de nuevo esta dimensión turbia y enigmática, nos abalanzamos fuera de la cama, nos cambiamos de ropa y salimos a caminar sin bañarnos. El calor del sol golpea tras el cielo nublado de esta ciudad perdida entre el mar y las montañas, entre cabañas y edificios, parques intactos y callejones caóticos pero vacíos. De seguro se han de esconder varios hombres violentos y mujeres solitarias; damas desconsideradas y caballeros acongojados; almas vivas y un tanto, muchas, más bien, de espíritus descontrolados y roídos en el universo.

 

En el cielo se pierde el tiempo y la desdicha azota la mirada. Absorción al parpadear y en la esquina no se mueven ni los cables de los postes. Pasa súbito una bicicleta, cruza y no está; se ha convertido en trece palomas en escala de grises que viajan en dirección a la playa, donde el mar agita los pensamientos y acribilla las pasiones.

 

Venga, hablemos; yo sé que a veces no digo mucho, solo hablo. Mis palabras son suficientes. ¿Qué es lo que ha estado viendo usted todos estos días? Lo mismo que usted. Mire, usted y yo llevamos durmiendo juntos mucho tiempo, así que me puede contar con tranquilidad. Ya le dije que mis palabras son suficientes. No me venga con esas, J., yo sé que usted tiene algo que no lo deja tranquilo y además usted no escribe así. ¿Qué le pasa, J.? Es que no ha entendido, ¿acaso? Me agobia la sensación de la lejanía, de no volver y desaparecer. Me asusta estar en el mismo sitio tanto tiempo y ver cómo se esfuman las personas; una tragedia se acerca y no somos inmunes a ello. Muy bien, J., está viviendo por fin.

 

Los tendones quietos y las manos sumergidas en la almohada, la idea es no despertar. Suenan esos siete campanazos que dicen que ya hay que ir a la misa. Mi perturbación me ha deteriorado la capacidad para hallar la calma en la simpleza. Tiempos oscuros se aproximan y no hay escapatoria. Llevo casi treinta años luchando con un personaje que me acompaña y me increpa. El olor a café impregna este lugar y en la ciudad se sienten los rezagos de una noche despiadada. Las palomas vuelan y los hombres se esfuman en las calles; los cementerios no dan abasto y la marea sigue abrazando la tierra. Soy un hombre que se despedaza y se reparte en aleteos a contraluz entre las nubes y la lluvia; palomas que se posan en los edificios y observan, impenetrables, la soledad inevitable de los caminos humanos.

Por Julián Pérez Lizcano

Edición n.º 21, 15 de diciembre de 2015

Julián Pérez Lizcano. Estudiante de último semestre de Comunicación Social en la Universidad del Cauca. Es corrector de estilo en el Sello Editorial UC, ha publicado algunos artículos en distintos medios y gusta de la fotografía de paisaje, los viajes y las bibliotecas.

 

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Ilustración de Charlie Arias

Monocromo en rapidógrafos sobre dúrex

 2015

 

Carlos H. Arias. Oriundo del departamento de Putumayo, estudia actualmente Diseño Gráfico en la Universidad del Cauca. Desde pequeño se interesó la ilustración y no fue si no hasta sus años en la universidad cuando tomó conciencia de lo que le interesaba representar a través de ella. Hoy se dedica especialmente a repre-sentar las diversas situaciones y paradojas de la vida, las personas y momentos que transitan efímeramente por su imaginario.


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