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Mamertos

 

Odio estas mañanas con frío de huesos y resaca de muertes. Si supiéramos en dónde estamos, si acaso lo hubiésemos pensado dos veces. Allá teníamos techo y comida. En esta ansiada libertad nos estamos muriendo y esos putos mosquitos chupándonos los huesos. Cuando pienso en abandonar mi cuerpo a la enfermedad, pienso también en la estúpida idea de morir. Me tranquiliza saber que el muerto sería yo. Roberto es muy fuerte y nada me gustaba más que la trillada idea de morir en sus brazos, cerrándome lentamente los ojos con una caricia e implorando que no lo dejase solo.

 

—Alberto, ¿está despierto?

—Sí.

—¿Cómo durmió?

—No pude dormir.

—¿El frío?

—No pregunte —“qué mamera tanta preguntadera”, pensé.

 

Después de charlas cortas manteníamos unos silencios cómplices. Paranoicos, diría. Como si estuvieran esperando el momento para romperse. Le temíamos a cada palabra que pronunciábamos. La palabra se constituye de los detalles de quien la nombra. Por eso les temíamos. Preferíamos callar. Hablar solo lo necesario. El silencio nos daba la ilusión del olvido.

 

Cada mañana salíamos de la carpa sin saber dónde estábamos o para dónde ir. Eso es el miedo. No te deja futuro. Tampoco da tiempo de disfrutar lo que vas conociendo. Solo huyes. Siempre estuvimos justo en medio de dos enemigos. Soy un monstruo con dos leyendas: una anormal y otra ilegal.

 

—¿Qué vamos a hacer?

—Llegar a algún pueblito de esos perdidos de toda ley e interés.

—¿Y empezar de nuevo? Suena como una estúpida ama de casa que pretende ser joven a los cincuenta —continué refunfuñando.

—¿Qué tal nos perdamos?

—Nosotros nos sabemos mover.

—No pensamos volver, ¿cierto?

 

Por todas partes pasaban propagandas: “guerrillero desmovilízate, tu familia te espera”. Gente abrazando a sus familias, jugando, mirando fútbol, disfrutando la libertad. Yo pensaba en la ironía y que nunca había visto fútbol. Corrimos a la libertad, buscando abrazar nuestras familias siendo huérfanos. Esperando apoyar a la sele, así nos importara un culo.

 

Lo único que habíamos logrado era quedar amparados por la ironía. Si nuestros compañeros nos encontraban, nos fusilaban. Si el ejército nos encontraba, seríamos una baja más.

 

¿Y dónde quedó nuestra amada libertad?

 

Las conversaciones tacañas fueron más frecuentes. Sin embargo, no abandonábamos el miedo a conjurar pasados. El cansancio era inminente y ya no podíamos disfrutar lo único que nos quedaba: nuestra compañía.

 

Rara vez hacíamos el amor. Ya no sentía ese desfogue de cuerpos. Cada vez que me volteaba contra un árbol recordaba el campamento. Cuando a alguno de los dos le tocaba la guardia, el otro salía en medio de esa oscuridad absoluta. Expectante a la noche, al centinela y al explorador. El primero en encontrar al otro sería el secuestrador, por lo tanto tendría derecho a todo. A todo detrás de un matorral y sin mucho ruido.

 

—¿Por qué corremos? ¿Acaso somos los malos?

—Entonces para el señorito matar y secuestrar gente, arrebatarles sus vidas y obligarlos a marcharse, ¿está bien?

—No, pero tampoco lo decidimos. Eran estos o aquellos, de cualquier forma estaríamos montados con unas botas y un fusil. No es justo cargar con estas culpas, con los traumas históricos de un país. Según la época y el político nos cambian el nombre.

 

Estos puntos eran los más profundos de nuestras conversaciones. Alrededor estaba lleno de nuestro pasado el verde, la maleza. El sonido de las botas quebrando las hojas secas. Esos crujidos me regresaban al campamento. Me imaginaba como los restos de un árbol que, en algún punto, habían crecido recto con la idea de cambiar el país. Pasó el tiempo y solo era pedazos de un cuerpo esperando ser reciclado por la naturaleza.

 

Tiempo después para subirme la moral, me di cuenta que al huir no solo nosotros ‘salvábamos’ nuestro amor. También liberábamos la vida de muchas otras personas que debíamos perseguir. Entendimos la angustia y la ansiedad de tener la existencia apretujada por las armas y el poder. Luego pensaba que igual iban a conseguir otros dos o tres pelados para tomar nuestras tareas. Y otra vez me deprimía. Al hacer las cosas ‘bien’, estábamos condenando el futuro de esos dos o tres pelados por la intimista gana de salvar nuestro amor. Pero si continuábamos haciendo las cosas ‘mal’, nos condenábamos. También a nuestras víctimas: las pasadas y las futuras. Hay pasados que no te permiten presentes. Y hay presentes que añoran ser pasados.

 

Después, meses huyendo. Mal alimentados de cuerpo y alma. Todo era verde. Aun así solo veíamos gris. Ya el tiempo no era un problema. Unas semanas atrás me había caído y mi pierna izquierda estaba morada. No la podía mover y no había logrado que Roberto siguiera sin mí. Ya nos habíamos abandonado.

 

En ese momento cuando no distingues entre la muerte y el cansancio, escuchamos pasos quebrando maleza y acercándose. Yo no sabía ni cómo me llamaba. Vi unas botas de caucho frente a mí y me desmayé.

 

Cuando me desperté estaba frente a una casa vieja de adobe. Era de una pareja de ancianos que nos encontraron agonizando y nos recogieron. Estábamos en el Sumapaz. Yo, agobiado cada vez más con la idea de la muerte, pensé que sería una muerte cruel y dolorosa y que no habría tiempo para romanticismos, ni caricias. Y Roberto cada vez más ansioso y desorientado. No dudamos en golpear la puerta de la casa y todo lo que en ella había. Finalmente, resultó ser a golpes el modo en que pudimos llegar a donde estamos.

 

Yo estaba sentado en la cocina de la casa sirviendo café en una de esas bellas estufas de madera. Roberto entró limpiándose la sangre y la tierra de la cara con la camisa. Me soltó una sonrisa de cansancio y dijo:

 

—¡Listo!

 

 

Jerónimo Manuel Sierra Montero. Estudiante de séptimo semestre de antropología y filosofía, en la Universidad Externado de Colombia. Enfocado en la literatura, las formas de narrativa, el cine y la ciudad.

 

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Por Jerónimo Manuel Sierra Montero

Edición n.º 25, 25 de abril de 2016

Ilustración de Edd Muñoz

Ilustración digital: Photoshop e Ilustrator

 

Edd Muñoz. Diseñador visual, fanzinero, comiquero y co-editor del fanzine de cómic colaborativo Dr. Fausto de la ciudad de Manizales, Colombia. Amante y Ninja freelance.

 

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