Los reflejos inolvidables
Cuando yo era un 'güipa', como dicen mi mamá y mi adorable abuela, hablaba todo el tiempo. Daba lora mañana, tarde y noche y no me cansaba. Cuando mi mamá estaba enferma, mi papá debía dormir conmigo para intentar responder mis preguntas como de dónde venía el agua, qué era el universo, de dónde salían los tiburones, por qué en Neiva no habían tiburones y qué era lo más chiquito que existía en el mundo. Ahora, que tengo la posibilidad de investigar y que ya conozco la mayoría de esas respuestas, o me aproximo a estas, sé que mi papá me mintió.
La venganza se la di a mi entrañable progenitor inmediatamente así no supiera que me mentía, preguntándole hasta cosas sobre las que él no tenía certeza, por lo que se veía forzado a mandarme a dormir. Al siguiente día no lo dejaba irse al trabajo si no me daba un paseo en moto por todo el barrio. Y claro, ningún padre responsable se iría a laborar en su motocicleta con un niño de tres o cuatro años agarrado al exosto del vehículo. Las cosas siguieron así, e incluso las cajeras de los supermercados estaban encantadas conmigo porque les hablaba de cualquier cosa y tenía ojos preciosos. Puedo decir, ¡Qué pimpollo tan maravilloso era yo!
Pero hoy me estoy mirando en el espejo con ojeras pronunciadas, algunas perforaciones, la mirada vaga y los labios del color de siempre, encontrándome siendo el mismo pero también otro. Me siento como un William Wilson de Edgar Allan Poe merodeando en parques feos, calles iguales y fiestas desdeñables todo el tiempo. La situación es que ya me encontré con el espejo y no precisamente antes de la cuchillada sabrosa que debía pegarle. Volví a leer ese relato. Me terminé pateando como un inconsciente y preguntándome quién era yo, como si yo fuera mi papá para mentirme, calmarme y mandarme a dormir.
Resulta que no soy mi papá, que me tapo la respuesta y que no me puñaleo por cobarde. No sé quién me define más, si Julián el de cuatro años, el de trece, el de dieciocho o William Wilson que sí le dio por incrustar el cuchillo. No soy de los que le dan ganas de matar pero sí de torturar. Entonces, como el tal 'güipa' ya no es tan 'güipa', es momento de agarrar el bolígrafo, pararme en el espejo, rasgarlo y que le duela.
Nos superamos en la medida en que somos capaces de romper el espejo, matarnos y entrar en esa penumbra a la vez tan brillante, que nos va regando la sangre de quienes somos. Soy aquel enano que gustaba de ver Plaza Sésamo, tomar yoghurt y comer bizcochos todo el día después de hacer las tareas del colegio. Ahora soy aquel que fuma cigarrillo, toma café todos los días y no quiere casarse. El horror del reconocimiento, de las diferentes identidades, de otros en el mismo cuerpo, de lobos esteparios, estrellas, serpientes, conejos, papagayos y lagartijas que conforman al ser, es lo que tenemos.
El reflejo que parpadea en el espejo es la muestra fidedigna del terrorífico paso inexorable del tiempo. Esa constante que nos achaca, nos quema, nos muestra, nos desfigura, nos amasa, nos hace. Nos desconoce. El tiempo nos tortura, así que mirémonos de verdad. Convivamos con la desgracia, con las muecas y las miradas correspondidas en la calle. No nos matemos con el espejo, no nos matemos a nosotros mismos, sino que aruñémonos, hagámonos las cicatrices. Escribamos cada una de esas huellas para saber qué persiste del pimpollo maravilloso en la actual senectud invisible que somos todos.
Por Julián Pérez Lizcano
Mayo 23, 2013
El cuento 'William Wilson', del escritor estadouniden- se Edgar Allan Poe, fue publicado por primera vez en octubre del año 1839. *Pintura digital por Harlen Beltrán.