La despedida
Breve relato de adolescencia tardía
Ella se moría de la risa. Se abrazaba fuertemente a él, como si naufragara entre la marea de las sábanas. Un orgasmo, dos, tres… él la miraba y sonreía preguntándose qué movía a aquél cuerpo a reír sin parar mientras él entraba en ella una y otra vez.
Ella besa lentamente cada centímetro de su pecho. Lo hace despacio, con la boca de almíbar y deshilvanando la ropa con fina precisión, despacio, al ritmo de esa canción hecha de cuerdas que la persigue hace días.
La canción es de una película oriental sobre uno de esos amores que se van diluyendo en el tiempo, tan misteriosamente como nacieron, despacio o a la luz de los secretos.
Un ritmo acompasado guía sus manos desatando los botones, los zapatos, como soltando las amarras de un navío que parte hacia la nada. Sus sentidos reconocen detalladamente cada palmo tan conocido, tan de siempre.
Ya llevan varios años compartiendo su vida. Se conocieron mientras ella se abotonaba la blusa y él la miraba desde lo alto. Terminaba la sesión de yoga compuesta por una serie de practicantes desprevenidos y un maestro amateur quienes se reunían en la parte más alejada de un parque solitario. Ella era apenas una recién llegada que miraba con sospechas cómo aquél hombre silencioso se sentaba en las escaleras que daban a una especie de placita perdida entre los árboles y le dedicaba una que otra mirada.
Más adelante supo que este personaje era el anterior maestro que dejó al grupo con otro instructor luego de que se luxara la espalda cuando una llamada al celular lo distrajo en medio de una complicada asana. Desde entonces venía a ver a su grupo, pues en casa no había mayor cosa por hacer.
Sería muy difícil explicarlo. Cómo describir una melodía que le llegaba de tan profundo. Con cada nota se iba devolviendo en el tiempo hasta esa noche en que la escuchó por primera vez, en aquél teatro viejo donde presentaban películas de cine-arte. Acababa de entrar a la universidad y ese día, por algún retorcido giro del destino, terminó sentada junto al tipo con quien acababa de terminar. En realidad nunca tuvieron algo serio, quizá más bien algo cruelmente parecido a un juego, como al gato y al ratón: él siempre se asomaba por los rincones, pero apenas ella trataba de alcanzarlo se escondía detrás de la nada y la dejaba vacía, al borde de un abismo que le era insoportable.
Pronto se enteró de que él salía con su mejor amiga (de ella). Hubo llanto, gritos, peleas, portazos, mares de aguardiente y una amiga menos a quién llamar en navidad.
Una hermosa película que guardaría por siempre en el recuerdo, y esa música indeleble que sonaba una y otra vez. El tipo aquel, sentado a su lado en el cine de tres pesos, ni se daba por enterado de que ella estaba ahí, a su lado, a una mirada de distancia. Soberbio, se dijo, como siempre, ya nada en él le extrañaba.
Mientras tanto, la mujer de la pantalla, hermosa y silenciosa, se hacía esquiva, dolorosamente inalcanzable, y ella desde su silla miraba al tipo esquivo, dolorosamente inalcanzable. Qué ganas tenía de parársele en frente y decirle todo lo hijueputa que había sido, cuánto había odiado hablarle de sus más caros secretos, tratando de construir un puente hacia su reino, de armarse una vida juntos, o al menos la idea de algo parecido, hecho de lugares, de libros, de música, de amigos… mientras él la ignoraba deliberadamente, como un ruido de fondo que se acaba apagando la luz. Pero no, entonces también tendría que admitir que había cometido el maldito error, como siempre que uno se promete esas cosas, de entregarse a quien se le había prometido todo lo contrario, sin calcular lo improbable de cumplir con las reglas de un juego que cientos juegan y solo uno o dos ganan a fin de cuentas.
Los contornos de la vieja melodía describen la vieja escena y la traen de vuelta al presente. Lentamente, ella acaricia su pelo, se detiene en la curva firme de las orejas que se completa bajando por la garganta, lame con furioso deseo el cuello y los hombros. Lo ha pensado mil veces, sabe que esta será la última vez, la tan anunciada y temida, la imposible e inevitable. Nunca más poseerá ese cuerpo, no habrá más lunares conocidos, ni las cosquillas justo en ese pliegue diminuto de piel. Es una lástima, pero más que eso, es la profunda tristeza que le causa extrañarlo aún antes de haber partido. El recuerdo de las notas hechas de cuerdas, aquella canción con acentos orientales que le hizo recordar una lejana noche en ese cine de tres pesos, le hizo prometerse que nunca dejaría que él se sintiera tan miserable como lo fue ella en ese momento, junto al tipo ese, llena de la profunda desesperación de dedicarle la mente y el alma a un amor que no fue plenamente suyo.
Por eso, solo por eso, esta noche iría despacio, llena de ternura, de sincero amor.
Abrazados fuertemente, se ríe ruidosamente como solo ella sabe hacerlo, al mismo compás del orgasmo desbordante que se derrama por todos los confines, afila sus sentidos y es la piel un extenso campo sembrado de tremores. Ambos se aprietan y se sueltan, vuelven a tomarse y sigue la progresión exponencial del placer en todas sus dimensiones. Otra película, esta vez un thriller brasileño con ritmo de rock and roll la distrae de la repentina melancolía. Ambos ríen ahora como idiotas y pueden decir que son de verdad felices en aquella instantánea.
Abrazados aún los cuerpos se calman. Ella sonríe, él también. Lentamente, al ritmo de las cuerdas las ropas vuelven a su estado inicial.
Ambos se demoran. Saben que es este el final. Pronto rodarán los créditos. Es la despedida silenciosa. Años de palabras y cuentos, frases, libros, canciones, películas, imágenes amadas, viajes inventados por el álbum de chocolatinas jet, obras magníficas, años que les marcaron la senda, que los llevaron unidos en el alma y que poco a poco los fueron soltando, hasta dejarlos nuevamente a cada uno consigo mismo.
La risa, casi sin sentido, se convierte en el recuerdo, en un canto de despedida.
Ella toma sus manos y lo mira largamente. Desearían poder echar el tiempo atrás, volver a ser los de antes y dejar que el amor sea la única razón para estar juntos.
Es tarde ya. Ambos han cambiado tanto. “Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”, diría el chileno. Lentamente ella abre la puerta. Sin mediar palabra sale a esperar el bus. Es mejor así. Nunca soportaron las largas despedidas.
Popayán, noviembre de 2012
Natalia Vaca P. Comunicadora social de la Universidad del Cauca, especialista en Evaluación Pedagógica, docente investigadora del programa Comunicación Social-Periodismo de la FUP y coordinadora comunicacional de la unidad de educación virtual de esta misma institución.
Por Natalia Vaca P.
Edición n.º 23, 15 de marzo de 2016
Ilustración de Cristina Ortega
Estudiante de diseño gráfico de la Universidad del Cauca. Se interesa por experimentar con los procesos editoriales y estilos de ilustración en diferentes formatos.
Ver en Flickr