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Demoras frías y olvidadas

 

Alguna vez le dije a mi mamá que ella tenía o que iba a tener alzheimer mientras me gritaba que el loco era yo. Le decía que entonces leyera para que ejercitara más la memoria y el cerebro, así mi hermano y yo tuviéramos que trapear, barrer o lavar la losa. Pero decía que no. Nunca, pero nunca, me puse a pensar qué haríamos entonces mi hermano y yo si ella llegaba a tener alzheimer.

 

En ese entonces conocí a la mamá de una amiga de ella que ya estaba en las últimas, que ya solo se sabía del nombre del perro de la casa y nada más. Llamaba al perro Paco como loca y cuando su hija le hablaba, ella solo le decía “¿quién es usted?” a lo que la mujer gritaba entre sollozos “¡Marta, mamá! ¡Marta su hija!”, mientras yo veía y pensaba que sería muy divertido construirle toda una vida a esa mujer y que se lo creyera para volverlo a olvidar. Al final, la señora terminó por no acordarse ni de respirar y se murió sin más.

 

La imagen de la visita a esa casa volvió a pegarse en mi cabeza con la última película de Rodrigo Plá, La demora. Es algo similar lo que le pasa a la protagonista, María, que termina dejando a su padre en un parque, diciéndole que la espere que va a comprar una botella de agua. Lo que sigue es el abuelito esperando a su hija, sin olvidar, increíblemente, que está esperando a su hija. Colores en los sonidos que retratan el pasado, la añoranza de las cosas, una cinta que suena en la calle todo el día, como la música urbana de la vida de los otros, son las constantes entrañablemente desesperantes y cautivadoras de un largometraje como este.

 

Cierto, La demora sale de un cuento (el de Laura Santullo, esposa de Rodrigo Plá, llamado La espera), pero proviene de la vejez, de la vida, de un pasearse cada rato por la vida de los papás, de los bisabuelos, de los abuelos y de uno mismo en un futuro o en la actualidad. Nadie llora ni se arrepiente, solo hace, solo se mueve y piensa mientras se desahoga el desespero. Sentimos el frío del señor Agustín y de su espera mientras su hija en realidad ya está en casa, sin olvidar y sin extrañar.

 

Acá vemos meadas, gritos, silencios, tragedias pequeñas, regaños y hasta pedreadas en las casas, porque el olvido también puede ser no seguir en el tiempo sino quedarse en un momento. Puede que la señora esta, madre de la amiga de mi mamá, solo se haya quedado en el momento en el que le pusieron nombre al perro y lo demás no haya existido. Puede que el señor Agustín solo se acordara de que su hija ya venía, pero que no sabía cuándo. Sin embargo, nos toca ese fibra emocional de la familia, de la convivencia, aunque tortuosa, con los padres, los hermanos, los hijos, y nos preguntamos cuánto nos vamos a demorar en entender lo que es el hogar, que es más allá de la solidaridad, la sangre y la costumbre.

 

Sin alargar más las cosas, “si uno no se acuerda dónde queda la casa de uno, es como si no tuviera casa”, es la frase que ronda en la película, mas el “discúlpeme, yo no soy así”. Nos revuelca la impaciencia, el desespero, el arrepentimiento, el regreso, el frío y el desazón de no saber exactamente lo que hacemos. Pero, aun así, es mejor nunca olvidarnos de guardar un mapita en los calzones que nos diga dónde es que vivimos, con quién y de dónde venimos. Al final, nacimos todos para irnos a la fosa.

Por Julián Pérez Lizcano

Octubre 13, 2013

Imágenes tomadas de la película.

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