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Camino al cielo

—Tengo sed, Juan.

—Tome algo. Espere… Yo tengo agua.

—No me entiende. El agua no quita mi sed; siento que estoy seco por dentro.

—Eso pasa cuando uno no ha dejado que el corazón se moje de luz —le acaricia la mano suavemente.

—No haga esas bobadas; usted sabe que no me gustan las meloserías.

 

A los treinta minutos se levantó Gabriel de la banca del parque que hay rozando
la avenida. Allí estaba sentado con Juan cuando decidió que quería llegar al cielo, así perdiera el cuerpo en el intento. El frío florecía conforme seguían mirándose
en silencio, tocando con cautela sus brazos y matando un cigarrillo áspero
y carrasposo como lija en la garganta. Cuando los árboles hacían eco de la
brisa sintió que tenía sed; así se dio cuenta de que quería desprenderse
del suelo y llegar al cielo.

 

—No se vaya a matar; no lo voy a dejar.

—¿Me cree bobo o qué? Como si me fuera a ir al cielo así. Juan, solo quiero llegar al cielo. ¿Sabe qué se siente estar allí? Yo quiero saberlo.

—No se le ocurra matarse.

 

Corre, se sostiene, equilibrio melodioso inimaginable. Mientras un hombre toca un destartalado violín se desvanece el mundo, las calles se desnudan, pierden movimiento; ahora son caminos desolados, acompañados de un frío picante,
de esos que quiebran los huesos y dan ganas de desaparecer. Al salir de la estación ve una mujer de ojos muy abiertos, camina, carga dos niños en una gran cobija
de lana de muchos colores; cabello desordenado, grasoso, guarda en su corazón un profundo silencio.

 

“¿Será húmedo el cielo? Nunca me lo había preguntado pero quiero sentirlo.
El límite entre el cielo y el universo es difuso, una sensación precaria que persiste invisible, lejana como los kilómetros de aire que nos separan”, escribe al llegar
a casa. “Estos fríos que me arropan por estos días en la ciudad me calcinan, creo que mi corazón se está achicharrando, está quedándose chiquito y ya no puedo respirar bien”. Se acuesta, respira con dificultad, se tarda en quedarse dormido,
da más vueltas, la luz de la madrugada cruza por la ventana, no sabe cómo el tiempo puede pasar sin darse cuenta, no se duerme y amanece; se duerme
por fin, abrumado.

 

—¿Qué hubo? ¿Por qué no contestaba el teléfono?

—Me dormí tarde.

—¿Pensando cómo llegar al cielo o qué?

—Juan, me lo estoy tomando en serio. No quiero que crea que es un juego, porque ciertamente no lo es; hasta he escrito y todo.

—Eso es un milagro, llegue al cielo escribiendo, podría suceder.

—Tan marica, de pronto alguien lo intente, pero no voy a ser yo; me muero primero de hambre.

—Pero usted escribe bien, Gabo. ¿Se acuerda de esos versos que me leyó la otra vez? Arrullos las hojas, crepita el cielo, en honda mirada navegan mil fuegos…

—Ya, me acuerdo, pero no era bueno; era muy malo.

—A mí me gustó. ¿Sabe? Antes de que se vaya al cielo debería dejarme todo eso que escribió, para traerlo de nuevo cuando me haga falta.

—Vea, hablamos más tarde, tengo que hacer vueltas.

 

Se acuesta otra vez, se le enreda el cabello. Cuando el sol de las cuatro de la tarde roza sus mejillas se levanta y sale a la calle; sus ojos claros y el olor a frutos secos lo acompañan. Un niño grita que no quiere caminar más, que para qué irse del parque si luego va a salir otra vez al parque, quiere vivir en él. Con el tiempo perderá el fulgor y sentirá miedo de estar en la calle, chupando frío, calor, lluvia y penumbra hecha cemento, como Gabriel. Ha decidido caminar hasta que anochezca y volver a casa. Dos mujeres mayores se desordenan de la risa, chistes de señoras, lo miran, y él solo sonríe. “La gente es la cagada”, piensa mientras acaba un cigarrillo. Al llegar a casa nota que había dejado la radio encendida, recuerda que era para no escuchar sus pensamientos. Ya es hora de pensar.

 

El silencio acompasado por la bulla de la calle, los autos, la brisa, los murmullos, una ambulancia repelente y un pitido impaciente: “El cielo está lejos, mi humanidad es diminuta y débil, mis impulsos se acaban y no tengo un horizonte claro, pero debo poder llegar”, anota otra vez.

 

A Juan le llega una carta un día por correo postal: viene de la misma ciudad y sin remitente. Caligrafía cuidadosa, espontánea, fuerte, como no las hay en estos tiempos. “Juan, al cielo se puede llegar, pero no está tan lejos como pensaba,
no es el universo, nada de cosmos; está con nosotros. El cielo es lo que hay
en la mirada de la gente, turbio, vacío, brillante, esperanzador, ventiscas que despelucan. El cielo está en las palabras, en el eco que dejan en el corazón
y lo van resquebrajando o fertilizando. Me di cuenta de que el cielo está dentro
mío también, y mi cielo se está quemando. No soporto más el frío, tanto silencio
y bulla, no he encontrado sonido más que en las horas muertas de la madrugada. Cuando estamos juntos está el cielo también, el tiempo es solo un accesorio
a cada viaje que es respirar a su lado. Le dejé los libros, algunos dibujos, otras cartas que nunca le entregué y todo lo que he escrito, quiero que cuando las lea encuentre el cielo que yo encontré con usted”, Juan sale disparado a correr
por la calle hacia la casa de Gabriel. Nadie abre, ni abrirá, ya se fue.

Por Julián Pérez Lizcano

Edición n.º 25, 25 de mayo de 2016

Julián Pérez Lizcano. Comunicador social de la Universidad del Cauca. Corrector de estilo, intruso en la narración literaria y la ilustración. Viaja, lee, vive todo lo que puede hasta poder contarlo.

 

Lea más textos de Julián Pérez Lizcano aquí.

Ilustración de Leandro Triana Trujillo

 

Diseñador Gráfico que involucra en su proceso creativo la tipografía, la ilustración, la experimentación con diversos materiales y sistemas de impresión. Actualmente hace parte de CUCÚ taller de diseño.

 

E-mail: leandrotriana@gmail.com

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